Roma, 2 mar (dpa) – Vacíos. Viejos. Oxidados. Un vistazo a los tablones de las pancartas electorales revela mucho del carácter de la campaña electoral en Italia: los pósters están raídos, rotos y son aburridos. Eso, si es que los partidos han colgado alguno. Todo un símbolo de cómo ha transcurrido la triste campaña por el poder en Roma. De norte a sur del país, predomina una ambiente de desánimo.
«Si la campaña electoral parece horrible, deberían saber que sólo es un aperitivo. El resto vendrá después de los comicios», escribía el diario «La Stampa».
Unos 51 millones de italianos están llamados a votar un nuevo Parlamento el próximo domingo en Italia, un país que busca a su propio Emmanuel Macron, alguien que devuelva a la gente la confianza en la política. Pero en lugar de un renovador, son rostros de la vieja política como Silvio Berlusconi los que se presentan como salvadores de la nación y prometen poner fin a la paralización de la tercera economía de la eurozona.
Y es que sólo su coalición de centro derecha tiene opciones realistas de hacerse con una mayoría de gobierno para suceder a los socialdemócratas ahora en el poder. Los escándalos sexuales o problemas con la Justicia del político de 81 años parecen olvidados.
El cuento que el varias veces jefe de Gobierno de Italia les cuenta a los electores empieza ya desde el eslogan: «Forza Italia. Berlusconi presidente». Porque para empezar, el magnate mediático no puede ser candidato a primer ministro, en base a una inhabilitación política vinculada a una condena por evasión fiscal. El «Cavaliere» ha propuesto que sea el presidente del Parlamento Europeo, Antonio Tajani, quien ocupe ese puesto si su alianza gana los comicios.
Esa opción podría tranquilizar a la Unión Europea (UE), y también el hecho de que Forza se considere europeísta. Si no fuera porque entre sus aliados se encuentra Matteo Salvini, el líder de la xenófoba Liga. Para el político de 44 años Europa es un «Titanic que se hunde» y la culpa la tienen las normas europeas que han «masacrado» Italia. «El euro no es un dogma, no es la Biblia», dijo una vez el político.
Por ello es poco probable que Salvini aceptara a proeuropeístas como Tajani o Draghi al frente del Gobierno. Y la Liga sólo va en las encuestas un par de puntos por detrás de Forza Italia. Sin embargo, si los cálculos fallaran y se convirtiera en el partido más votado de la alianza de centro derecha, Salvini ha dejado claro que no permitirá que sea otro, sino él, quien se convierta en primer ministro.
Sin embargo, los electores ven con escepticismo esa alianza: seguidores de la Liga consideran la postura de Berlusconi frente a la migración demasiado blanda, aunque éste ha prometido expulsar a todos los «clandestinos», o inmigrantes sin papeles. Para los votantes de Forza, la contrario, Salvini está demasiado a la derecha. El político ha convertido al antiguo partido separatista que pretendía escindir el rico norte del resto del país en un grupo xenófobo que ha recabado apoyos a nivel nacional en el marco de la crisis migratoria.
Los últimos cinco años bajo el gobierno del Partido Democrático (PD), de corte socialdemócrata, fueron especialmente dramáticos en ese sentido: cientos de miles de refugiados llegaron a Italia desde Libia. Imágenes de embarcaciones sobrecargadas en el Mediterráneo llenaron las páginas de los periódicos a diario y muchos se sintieron superados por las circunstancias y abandonados por Europa. Incluso cuando los socialdemócratas lograron recudir en 2017 los desembarcos en un tercio, nadie lo valora como un verdadero logro.
Cuando un radical de derecha disparó desde un vehículo en marcha contra varios africanos, hiriéndolos, en la pequeña ciudad de Macerata, en el centro del país, el hecho fue paradójicamente instrumentalizado por la extrema derecha. En lugar de distanciarse del hecho, la Liga culpó al Gobierno.
Pocos escucharon entonces las palabras del primer ministro, Paolo Gentiloni, que alertó del peligro de una espiral de violencia, y de su predecesor Matteo Renzi, que dijo que no se podía basar la campaña electoral en el miedo.
Muchos italianos están también frustrados por su situación: ciudadanos muy formados abandonan en masa el país, con un desempleo que se sitúa en el 11 por ciento. La economía ha vuelto a la senda de crecimiento, pero muy moderado y en relación con Europa, Roma sigue a la cola. Sin tener en cuenta que pocos países están tan endeudados como Italia, lo que deja poco margen para cumplir promesas de campaña de Berlusconi y la Liga como un impuesto único o una renta mínima.
De ahí que no sorprenda que un partido de protesta como el populista Movimiento Cinco Estrellas (M5S) lidere las encuestas como partido en solitario, sin tener en cuenta las alianzas, con el 28 por ciento de la intención de voto, pero lejos de la mayoría necesaria para gobernar.
Su principal candidato, Luigi Di Maio, es para muchos un pez resbaladizo que nadie puede agarrar y considerado por muchos una marioneta del fundador y ex líder Beppe Grillo. Di Maio tiene 31 años y no ha terminado sus estudios universitarios y además es objeto de mofa por sus errores y meteduras de pata. En política europea se ha moderado, abandonando la propuesta inicial de convocar un referéndum para consultar a los italianos sobre su deseo de permanecer en la eurozona. Su explicación: los tiempos han cambiado.
Y queda Matteo Renzi: el que fuera alumno aventajado de los socialdemócratas debe prepararse para registrar el peor resultado de la historia de su partido. En campaña electoral presentó un programa de 100 pequeños pasos bastante discreto para el que fuera un todoterreno de la política.
El único al que las encuestas valoran positivamente es al actual jefe de Gobierno Gentiloni, que heredó el cargo de Renzi en diciembre de 2016. Y no es tan improbable que pueda seguir gobernando. Porque las últimas encuestas publicadas antes de los sondeos no ven ni un partido ni una coalición con mayoría clara para gobernar, lo que ha hecho ya despertar el fantasma de la repetición de los comicios. Una perspectiva angustiante.
Por Annette Reuther y Lena Klimkeit (dpa)